Las venas abiertas de la desinformación y el problema reputacional de Facebook

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Las venas abiertas de la desinformación y el problema reputacional de Facebook Las venas abiertas de la desinformación y el problema reputacional de Facebook

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Carlos Víctor Costa

Márketing y Ventas (Núm. 163) · Márketing

Escribo este artículo el día (1/7/2020) que empezó el boicoteo de algunas de las marcas más importantes del mundo a Facebook.  Todo comenzó con un grupo de ONG que decidieron, en junio, crear una campaña para “dar una pausa al odio”, una iniciativa que tiene como uno de los líderes a Jim Steyer, un profesor de Derecho de Stanford. El objetivo era presionar a la empresa de Mark Zuckerberg a tomar medidas más severas en relación al discurso de odio que circula en las venas de su empresa y que, por lo tanto, tiene el potencial de contaminar todo el planeta.

La campaña fue ganando tracción a lo largo de junio y ha movilizado empresas como Coca-Cola, The North Face, Unilever, Patagonia, Sony, Adidas, Ford, Volkswagen, Microsoft o Verizon, un grupo que llega a más de seiscientas compañías y crece cada día. En respuesta a este movimiento de activismo de marca, sir Nick Clegg, ex viceprimer ministro del Reino Unido y actual vicepresidente de Asuntos Públicos y Comunicación de Facebook, divulgó una carta abierta con un mensaje: “Facebook no saca beneficios del odio”.

Por supuesto que no. Pero el odio saca beneficios de Facebook, y, para ser justos, de todas las redes sociales (Coca-Cola, por ejemplo, ha realizado esta pausa refrescante en todas las redes sociales). Eso ocurre porque las redes sociales se transformaron en esas venas globales de distribución de “enfermedades informacionales”. Según Wardle y Derakhshan, en un informe para el Consejo de Europa en 2017, las enfermedades informacionales se pueden clasificar en tres tipos: misinformación, desinformación y malainformación, y sus efectos pueden ser más o menos nocivos para la sociedad.

El riesgo de las enfermedades informacionales para la sociedad es que la información falsa, como un virus muy contagioso, puede diseminarse hasta seis veces más rápido que la verdad, según un estudio realizado por Vosoughi, Roy y Aral (2018), publicado en la revista Science. Un interesante estudio de Guess, Nagler y Tucker publicado en Science Advances en 2019 concluía que los adultos con más de sesenta y cinco años pueden divulgar hasta siete veces más artículos de sites de fake news que la gente más joven.

Las marcas quieren contribuir a la discusión de este problema, a menudo con estrategias de activismo de marca. Podemos criticar el activismo de marca y su sinceridad (tema para otro artículo), pero, por lo general, Facebook es percibido como una empresa laxa y reactiva a la hora de tomar medidas contra la desinformación y el discurso del odio, a diferencia de Twitter, que, en una acción histórica, etiquetó en junio un tuit del presidente Donald Trump como un contenido manipulado, es decir, un contenido típicamente creado para desinformar intencionalmente.

El problema es que Facebook tiene un vicio de origen: fue creado por Zuckerberg para ser un espacio de cotilleo en las universidades. Buscó, desde el principio, el morbo. Su famoso eslogan “Move fast and break things” indicaba el espíritu rompedor de la nueva empresa, pero también sugería que esta no sería necesariamente muy respetuosa con algunos límites. Cuando se expandió más allá de los “dorms”, siguió con el mismo concepto de una plataforma fundamentada en estimular las apetencias de exhibicionismo y voyerismo de las personas, la “subasta de uno mismo”, como magistralmente lo definió el catedrático de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Piñuel Raigada.

La misma fórmula se aplica a otra de las propiedades del grupo: Instagram. Y WhatsApp completa este sistema circulatorio global de comunicación contaminante. Así, Facebook, como grupo de comunicación hegemónico en Internet, sigue “rompiendo cosas”, y quizá esté llegando el momento de que estas sean arregladas.

En defensa de su empresa, Zuckerberg suele argumentar en favor de la libertad de expresión. Sin embargo, seguramente, a él también le preocupa abrir muchos precedentes: por diseño, Facebook vive de sensacionalismo, y el discurso del odio atrae mucha gente, pero lo más importante es que el contenido es cocreado, de manera que a Zuckerberg no le interesa asumir que es un publisher, y, por lo tanto, tiene responsabilidades editoriales; prefiere decir que su empresa es una utility, como un servicio de telefonía.

En medio de la polémica, Zuckerberg no parece que vaya a cambiar mucho con todo este movimiento. Al día siguiente del boicot, la prensa filtró una declaración suya en la que decía que “los anunciantes regresarán en breve”. Según él, todo no pasaba de ser un “problema reputacional y con los clientes”.

Está claro que la fuerza de este movimiento es más simbólica que práctica, pero cada día que pasa es más difícil que Facebook caiga bien a las personas, o que la sociedad confíe en la empresa. Y como confianza y estima forman parte de lo que llamamos reputación –una evaluación basada en aspectos cognitivos y afectivos–, efectivamente, Zuckerberg aquí tiene razón: Facebook tiene un problema reputacional. Y gordo.

 

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Carlos Víctor Costa

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Director de los Programas de Postgrado en Comunicación y Publicidad en ESIC Business & Marketing School